El día fue intenso de recorridas por caminos en condiciones precarias. Fuimos muy afortunados por la cantidad y variedad de animales que pudimos ver. Eso fue lo que nos dijeron los organizadores del tour a quienes les sobra positividad.
Dos hombres nos escoltan, a mi marido y a mi, hasta la entrada de la carpa donde pasaríamos la noche. Todo está muy oscuro y solo vemos lo que ilumina la linterna de nuestros teléfonos. Nos advierten que no salgamos por ningún motivo, que en caso de necesitar algo usemos los walkie talkies o las linternas que están dentro de la «habitación».
Me muevo de un lado a otro. Tengo la certeza que no vamos a sobrevivir si “algo pasara”. Toco el plástico duro con el que está hecho la carpa; quiero googlear el nombre del material y recuerdo que no tenemos wifi. Me siento ridícula queriendo usar wifi en el medio de la nada. Vinimos en busca de aventura, pero no logro acostumbrarme a ella, a este vivir en alerta constante.
Escuchamos ruidos que no logramos o tenemos miedo de precisar, hasta que un rugido se oye con toda claridad y sin entender por qué nos reímos, quizás para no llorar.
Las “ventanas” están cerradas y el olor a repelente lastima la nariz. Un mosquitero cuelga sobre la cama. Reviso los rincones por si algo se hubiese colado en nuestra ausencia. Controlo si el walkie talkie tiene batería. Pienso en lo inútil que sería pedir ayuda si alguno de los animales decide cruzar a través de dónde está dispuesto este campamento cinco estrellas . ¿Serviría de algo el lujo ante una emergencia? Vuelvo a recorrer con mis dedos el material de la carpa que me parece más frágil que unos minutos antes. Me pregunto si sería capaz de resistir una lluvia intensa. Estoy segura que no resistiría el paso de unos elefantes furiosos.
Apoyo la cabeza en la almohada y me duermo. Una pesadilla me despierta, me falta el aire y estoy empapada en sudor. Sin embargo una brisa fresca entra por la puerta y puedo ver el cielo estrellado.
Algo no está bien. Esa puerta no debería estar abierta. Tanteo la cama pero mi marido no está. Salto con una agilidad que me toma por sorpresa y me enredo con la tela del mosquitero que cae y me envuelve el cuerpo. Me desespero, lucho hasta que logro zafarme. Agotada busco la linterna o la radio. No las encuentro. No hay nada sobre la mesa.
Sé que mi marido está afuera y salgo a pesar de las mil advertencias que tuve ese día. Salgo por puro instinto. Mi cuerpo es el que tiene el control. La oscuridad es total, intento llamarlo pero tengo la garganta cerrada, no logro articular ningún sonido. Estiro los brazos hacia el frente y camino alrededor de la carpa; trato de recordar la cantidad de escalones, no quiero tropezar, no quiero caerme.
Piso algo viscoso. Estoy descalza. El aire frío sacude mi cuerpo. Avanzo sin rumbo. Busco adivinar las formas en la oscuridad sin éxito. Escucho un rugido cerca, demasiado cerca. Quedo petrificada y pienso en la mujer de Lot convertida en una estatua de sal por desobedecer una orden. Lo mismo que estoy haciendo yo ahora. Sofoco una risa. Luego lloro. Escucho que unos pasos sigilosos se acercan haciendo crujir las hojas desparramadas en la tierra. Veo luces a lo lejos, elijo creer que son los cuidadores que vienen a rescatarme.
Lau Tullio






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