Banfield, Buenos Aires, Argentina

Entrevista realizada en enero del 2025

VW: Es cierto y lo más interesante es que es un grupo tan ecléctico que se une por el amor a la literatura, aunque además tengan otros intereses e incluso diferentes modos de vida. Hay que poner el foco en eso, en lo que congrega, en lo que tiende puentes, como esta iniciativa tuya que agradezco y aplaudo, Lau.

VW: En general, no suelo ver películas de libros que leí por temor a la decepción. Prefiero quedarme con mi recreación de los personajes, del ambiente y de los lugares, aunque a veces me pasa al revés: salgo del cine encantada y con ganas de leer el libro. Como soy profesora de Literatura, un día se me ocurrió buscar Crónica de una muerte anunciada para complementar la lectura de la novela en clase. La película es tan literal, tan pegada al texto de Gabo (García Márquez) que no funciona porque pierde el ritmo original y se vuelve lenta, aburrida, tediosa. El cine es otro lenguaje, no puede copiar la literatura sin más. Otro ejemplo sería Crepúsculo, el libro me gustó mucho.

VW: ¡Tarde piaste! La vi, porque la enganché justo a poco de terminar el libro, y fue una decepción absoluta. Un recorte simplista que deja de lado lo mejor del texto.

Igualmente, convengamos en que cada película, como cada libro o cada manifestación artística, tiene su público particular, su espectador o lector ideal. Yo, por ejemplo, no tolero el cine de terror, pero algunos textos de terror me fascinan. Al contrario, no me gusta la literatura de ciencia ficción, pero sí, en general, el cine del género. 

VW: La casa de los espíritus, por ejemplo. O El secreto de sus ojos

VW: Creo que empecé a escribir cuando empecé a crecer y viceversa. A los 11 años garabateaba poemas, rimas, frases y nunca dejé de hacerlo. Podría mostrarte montones de cuadernos, libretas y papeles sueltos con ideas, frases, comienzos, finales, personajes, algunos de los cuales llevan lustros a la espera de que ponga a germinar la semilla de una buena vez.

En la escuela secundaria organizaban concursos de poesía y, a pesar de mi timidez, sentía que estaba en lo mío. Entonces, alentada por compañeras y profesoras, me animaba y participaba. ¡Y gané varias veces! De premio entregaban un libro. Lo señalo porque me parece importante hablar de lectura si hablamos de escritura. En mi caso, las ganas de escribir y de leer se desarrollaron a la par. Es como cuando ves jugar a Nadal (lo siento, no puedo poner ese verbo en pasado) y al terminar Roland Garros salís disparado a comprarte una raqueta. Crees que a vos te va a salir igual.

A la narrativa me acercó el diario íntimo, que comencé a los 13 más o menos y me proporcionó un lugar seguro y privado en donde podía ser yo misma: en las páginas de mis cuadernos rayados habitaba (habita) la Vero auténtica, políticamente incorrecta, sin culpa. 

Siempre sentí que la escritura era parte de mi vida y me acompañaba, antes como ahora, de diversas maneras. Al terminar segundo año del secundario mis dos mejores amigas se fueron de la escuela. Una de ellas se mudó a Mar del Plata. Como en aquel tiempo (¡ay, Dios, el tiempo!) no existían Internet, ni redes sociales, ni celulares, nos escribíamos cartas con mucha frecuencia. ¡Algunas tenían más de catorce carillas! Un gran entrenamiento: en la escritura en cursiva, en la paciencia de la espera hasta que llegara el correo, en la emoción de revisar el buzón o el umbral de entrada, en la comprensión del mensaje escrito.

VW: Todas, por supuesto. Son testimonio de una amistad de décadas a pesar de sus vaivenes, porque ella después se mudó a Estados Unidos y ahí empezó a jugar un papel importante el correo electrónico. Esas cartas cuentan nuestra adolescencia, cuentan quiénes somos, ¿cómo ignorarlas?

Las ganas de escribir y de leer se desarrollaron a la par. Es como cuando ves jugar a Nadal y al terminar Roland Garros salís disparado a comprarte una raqueta. Crees que a vos te va a salir igual.

VW: Me inspira la vida común y corriente. El verano. El mar. Las caminatas. La historia de mi familia y sus silencios. Mi hijo. Mi infancia. Las imágenes que veo a diario: la gente esperando en el andén, un perro en la fila del colectivo, un maquinista que hace sonar el silbato cuando lo saludamos, la desconocida que me regaló semillas de pasionaria, las palomas en los cables, los loros que rompen las bolsas de residuos, los vendedores ambulantes del tren. La noche. Las lecturas. Los miedos. La muerte. El rechazo.

VW: Es que es la vida misma y a veces quienes escribimos tardamos en darnos cuenta de que es un manantial tan potable. No es culpa nuestra, el trajín cotidiano y las pocas posibilidades de vivir con lentitud deteniéndonos en el presente nos tienen la mirada aletargada, agobiada. Hay que despabilar.

VW: Para escribir necesito silencio. El ladrido constante de Morrison o Napoleón, mis pichus, puede hacerme revolear en seguida los papeles al son de mis mejores improperios. La música, por ejemplo, me encanta cuando puedo cantar o bailar, pero para escribir me desconcentra. 

Siempre comienzo escribiendo a mano, en cursiva. Siento una mayor conexión con el pensamiento, las ideas fluyen mejor, encuentran una cadencia. Si avanzo e intuyo un norte posible, entonces paso al teclado. Pero convengamos en que un borrador revisado a mano, lleno de tachones, flechitas y asteriscos es poco menos que una obra de arte. En la computadora las sucesivas modificaciones no dejan huella, salvo que accedamos al historial de cambios, lo cual no tiene ninguna gracia y no podrá, el día que cobremos notoriedad, atestiguar nuestros errores en la vitrina de un museo 😁. Personalmente, termine o no el texto, guardo todo lo que intenté. Soy acumuladora compulsiva de borradores, algún día, quién te dice…

VW: Seguro. Creo que sólo es cuestión de sentarse a escribir. Todas esas semillas nos llaman con desesperación y también, sospecho, con algo de desesperanza.

VW: Ilusiones, de Richard Bach, fue un libro que me abrió la cabeza y consolidó mi amor por la literatura (no me avergüenza decirlo). Gabriel García Márquez, con Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada. Rojo y negro, de Stendhal. El principito, que es en realidad un libro para adultos (lo conversamos cuando gustes). La obra completa de Carlos Ruiz Zafón, quien murió tan joven, en la plenitud de su destreza. Creo que no hay nadie que domine el español y el arte de crear ambientes y personajes como él. 

Y más acá en el tiempo de mis lecturas puedo citar La clase de griego, de Han Kang; También esto pasará, de Busquets, las novelas de Aki Shimazaki; Las malas, de Camila Sosa Villada; Mandarino, de Ezequiel Pérez; Tiempo sin lluvia, de Cynan Jones… También Leila Guerriero, Stephen King, Murakami cuando cuentan cómo escriben. Todos aportaron algo a mi vida, a mi modo de interrogarla, de vivirla y escribirla.

VW: Intento escribir mi diario por la mañana, pero soy una chica “nocherniega” como me gusta decir (nótese el vocablo “chica”🤭). Después de las 6 o 7 de la tarde me siento en forma, medianamente despabilada y dispuesta. Si voy bien, sigo y sigo para aprovechar el envión. Si no sale, unos pocos minutos son suficientes para pasar página y salir a regar al jardín.

VW: Hoja en blanco: ¡no te tengo miedo! Una simple frase me alcanza para comenzar a desenredar la madeja de palabras. Ahhh perooo… tengo que llevar a Napo al veterinario, podría hacer el postre de naranjas, no planté todavía los gajos que me dio Rosana, ¿tendí la cama hoy?, tendría que comprar duraznos, mejor voy a casa de mamá. La procrastinación es un delito. Deberían encerrarme por eso, soy culpable, Su Señoría.

En cuanto a la corrección, te firmo donde quieras que es el momento más intenso, emocionante y creativo del acto de escribir. Como les repito a mis alumnos del taller de escritura, la corrección es i n d i s p e n s a b l e. Pero también es interminable…

VW: Me cuesta horrores dejar de corregir y, como soy ansiosa o apurada, no sé, me pasa que doy por terminado un texto mil veces, porque cada vez que lo releo le vuelvo a hacer retoques. A veces mínimos en apariencia, como quitar o reubicar comas, pero importantes para la comprensión y el ritmo. Entonces tengo archivos que se llaman lalunaversionfinal, lalunaversionfinal1, la 2, la 3, la definitiva, la última última… Borges decía que los escritores publican para dejar de corregir. Tal cual.

La corrección, te firmo donde quieras que es el momento más intenso, emocionante y creativo del acto de escribir , pero también es interminable.

VW: En narrativa. Sin embargo, las palabras eligen el género y la estructura en que quieren ser dichas. Me pasa a veces de comenzar una historia en prosa y de pronto derivar al verso sin buscarlo y sin poder, tampoco, remediarlo. A veces la narrativa se vuelve muy lírica, o los versos narran de lo lindo, o lo que era un relato deriva en una lista… Y una puede ser una profesora o una madre tirana, pero una escritora tirana, jamás. Les dejo hacer.

VW: Soy profesora y licenciada en Letras (UBA) y no reniego de ello. Soy, además, coordinadora del Taller de la Pluma Azul desde 2009, así que me encantan. Los talleres brindan un sinfín de herramientas para abordar el proceso de escritura y acompañan ese proceso en todas sus etapas. Proveen un grupo lector para testear la recepción de los escritos, múltiples modos de encontrar tema y una persona calificada para orientar la revisión. Aun para quienes no desean compartir sus producciones, el taller ofrece grandes beneficios porque, finalmente, te hace escribir con regularidad. Por supuesto, también soy alumna de talleres.

Aún para quienes no desean compartir sus producciones, el taller ofrece grandes beneficios porque, finalmente, te hace escribir con regularidad

VW: En 2007 publiqué Andanzas, crónicas de viajes en moto. A pesar de que hoy lo escribiría de manera muy diferente, quiero a ese libro como a un hijo.
También tengo algunos cuentos y poemas en antologías, notas moteras que han salido en Informoto allá lejos y hace tiempo, y un par de experiencias de aula en la revista Novedades Educativas.

A veces, en plena ruta, sacaba papel y lápiz del bolsillo y escribía en letra casi ilegible alguna reflexión o algún remate para una crónica

Publiqué Andanzas, crónicas de viajes en moto . A pesar de que hoy lo escribiría de muy diferente manera quiero a ese libro como a un hijo.

VW: Terminé Qué hacer con estos pedazos, de Piedad Bonnett. Muy interesante, el modo en que aborda las relaciones humanas. Y Una muchacha muy bella, de Julián López. Ahora estoy con Los días perfectos, de Jacobo Bergareche.

VW: No. Por acá no hay muchas y no están bien surtidas. Pero me las ingenio. Me acostumbré a comprar en diversos lugares, incluso mantengo un rito: siempre que viajo visito al menos una librería y compro un libro. Mi hijo también. 

VW: ¡Verano!

VW: El piano en las manos de Charly García.

Una larga, provechosa y saludable vida para mi hijo. Soy mamá sola, sepan disculpar.

🤔…¿Y si el genio de la lámpara se conmueve y me concede otro más? Te lo cuento, ¡pero pasáselo ¿eh?!. Ganar el Quini (Risas)

Rosa
Cuando me vio caminar por la galería, aflojó el pedal y se levantó en seguida para saludarme. Me esperó con las puntas de sus dedos apoyadas en la madera, una pose habitual en ella. En la puerta del vestíbulo, Rosa me recibió con su media sonrisa suave de siempre y en el momento de darle un beso pensé que en tantos años nunca la había escuchado reír, reír fuerte, a carcajadas quiero decir. No es que no riera, sino que no ostentaba su risa, mansamente la desenrollaba sin estruendo, para que su voz se perdiera suave por el aire, al modo de un guiso liviano que a medida que se cuece va soltando, sin alarde, su vapor.


Como cada una de las tantas veces que la visité en su casa, vestía sencilla y pulcra. Su cabellera blanca y luminosa, mantenida con matizador, que le pintaba levísimos reflejos violáceos, ejercía un contraste magnético con el azul marino de su vestido. Los bolsillos y el escote cuadrado ribeteados con cinta gross blanca cosida a mano en ruloté, iban a tono con las chinelas de cuero, de una sola tira ancha y sin talón, que le confeccionaban sus hermanos exclusivamente en su fábrica de botas encarrujadas para hombres.


A pesar de su renguera, (con la que había convivido desde los 9 años, después de haber estado enyesada de una pierna durante largos meses, sin que los médicos atinaran a percatarse de su crecimiento limitado por la inmovilidad), jamás había usado esos zapatones negros que nivelan con una suela enorme la disparidad del largo de las piernas. No buscaba disimular su cojera, decía con gracia, porque estaba visto que lo que somos tarde o temprano sale a la luz y, siendo así, de nada servía generar falsas expectativas.


Elogié su atuendo, de un algodón delicadísimo, y me contó que antiguamente compraba sus batones de entrecasa en la famosa tienda La piedad, pero desde que ésta cerrara sus puertas para siempre, nunca más había vuelto a comprar ropa en ningún otro lugar. Rosa se jactaba, con humildad orgullosa, de confeccionar
todas sus prendas, así como también la mayor parte del guardarropa de domingo de sus tres hermanas menores.


Me gustaba verla con el centímetro colgando del cuello y tres o cuatro alfileres enganchados en su hombro, que durante las pruebas se iba llevando a los labios como piercings efímeros, para tener a mano cuando debiera ajustar la medida del ruedo o de la cintura. Detestaba la falda corta y siempre agregaba un par de
centímetros al dobladillo de la última prueba.


Aunque no era particularmente bella, su piel tersa y aceitunada no necesitaba maquillaje y no lo usaba.


Todas las mañanas cuidaba su cara con crema humectante Tortulán, cuyo pote a veces sacaba del botiquín del servicio y me lo enseñaba en el afán de sugerirme, sin decirlo, que me hacía falta. Tampoco usaba joyas, a excepción de unos pequeños aros colgantes de oro, herencia de su madre italiana. Sólo una vez, para mi
casamiento, la vi lucir un discreto anillo de rubí y platino en el dedo que nunca llevaría una alianza. El único objeto que adornaba sus manos era el dedal, que mantenía con destreza insuperable en el dedo mayor.


Cuando mis hijas eran niñas, jugaban a decirle que la derecha era su mano biónica y que todo el poder se concentraba en el dedal.
Las únicas coqueterías de Rosa eran su suavidad y la rotunda negativa a admitir su edad. Defendía a capa y espada, o a hilo y tijera, el derecho inalienable de toda mujer a guardar el secreto de sus años, pero yo sabía que para esa época contaba casi ochenta abriles y aún enhebraba la aguja sin ayuda de lentes.


Apoyé la cartera en el sillón, junto a la chimenea de piedra sobre la cual brillaba el teléfono azabache. Ella tomó los dos vestidos, el blanco y el celeste, y los colgó en la habitación contigua para que pudiera probarlos. Me puse primero el blanco y en silencio movió alfileres y ajustó medidas. Tomó de un cajoncito de la Singer una tijera diminuta y cortó algunos hilvanes. Me hizo sentar y parar nuevamente. Nos miramos juntas en el espejo y quedamos satisfechas. Luego, probamos el vestido celeste, sobre el que intentó convencerme de hacer una manga tres cuartos. Negociamos y entonces ella ganó la manga y yo el largo: justo por encima de la rodilla.


Sirvió té negro con bay biscuits y cuando nos sentamos cumplió con un ritual inexorable que la pinta de cuerpo entero. Con sus dedos índice y pulgar, tomó por el cuello la tela de mi blusa, comprada en una tienda sin estirpe, y frunció el ceño en señal de desagrado. Sopesó texturas, acarició la trama, vigiló costuras. Me miró y me dedicó esa leve sonrisa suya que era una mueca tibia más de pena que de ironía.


Desde jovencita, ése era el momento esperado por mí cada vez que iba a verla. Porque mientras Rosa auscultaba la salud de mi vestuario, un escalofrío feliz se gestaba en mi nuca, se extendía por la cabeza y bajaba hacia mi espalda, protegiéndome de telas bastardas, modelos de figurín barato y costuras de
segunda.

Soy Verónica Wiedrich, nací en Caballito en el ‘67 y soy mamá de Nacho, un adolescente luminoso. Me gradué en Filosofía y Letras e hice una especialización en Ciencias Sociales con mención en Lectura, Escritura y Educación en Flacso. Trabajé como cajera de un restaurante, como artesana del cuero y actualmente trabajo en escuelas secundarias y coordino talleres de escritura presenciales y virtuales. También realizo corrección de textos.

Viajé durante diez años en moto por Argentina cada verano, en el asiento del copiloto de una Jawa 350 y plasmé las vivencias en Andanzas.

Me gusta caminar, tomar fotos, leer, escribir, andar en bici y en moto, ir a recitales, viajar viajar y viajar. Me gustan la Coca Cola, las frambuesas, los canelones de mamá, el helado de pistacho de Rapa Nui y el gin tonic.

En Facebook soy Vero Wied.

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