San Isidro, Buenos Aires, Argentina

LzT: Te conocí a través del programa Irradiando arte que conduce Laury Salinas https://www.instagram.com/kiranespaciocultural/ y me gustaron no sólo tus recomendaciones de lectura (Yoga y El infinito en un junco) sino también escuchar el cuento La casa que fuimos que escribiste y elegiste para que sea leído en el programa. Me pareció tan conmovedor que quise conocer a quien lo escribió, así que te agradezco que te hayas sumado a este espacio. Te propongo empezar con las lecturas ¿Qué libros nos recomendarías?
BF: Te dejo acá un mix de estilos y autores que he disfrutado de leer y que me dejaron pensando: Milena Busquets, en especial También esto pasará, y más descontracturado, Hombres elegantes.
Estado del Malestar, de Nina Lykke. El corazón del daño, de María Negroni, y en esa línea, Apegos feroces, de Vivian Gornick. Una guía sobre el arte de perderse, de Rebecca Solnit.
Y Selva Almada, que es de Villa Elisa, Entre Ríos y mucho de lo que escribe está situado en el paisaje del Litoral, elijo No es un río.

LzT: Me comentaste que siempre te gustó escribir empezando por diarios íntimos. ¿En qué género te sentías más cómoda? ¿Escribías ficción antes de empezar con los talleres de escritura?
BF: No recuerdo haber escrito ficción, más bien sobre vivencias cotidianas, y algún que otro verso, pequeños poemas, por ejemplo a un gallo que tenía mi abuelo Lalo y a mi conejo, Panchón, a los ocho o nueve años. También me pasaba horas dibujando historietas con diálogos entre los personajes en papeles usados que después se tiraban a la basura, era como una necesidad que tenía cuando era chica de irme a un lugar tranquilo y ponerme a dibujar y escribir.
LzT: Me comentaste que empezaste taller de escritura con Natalia Rozenblum https://www.instagram.com/nataliarozenblum/ en el 2020 ¿cómo vivís esa experiencia?
BF: Sí, empecé en pandemia, porque se abrió la posibilidad de un taller online, ya que yo vivía en Bahía Blanca. Una experiencia maravillosa, con un grupo de personas, casi todas mujeres, que terminamos formando lazos de amistad que trascendieron los encuentros virtuales del taller.
LzT: ¿Cómo te llevas con la página en blanco y con la corrección?
BF: No he tenido mucho problema con la página en blanco, porque escribir es una actividad que hago por placer, es decir, no es mi trabajo, no publico, no tengo fechas de entregas y esos asuntos. Además, casi siempre escribimos a partir de consignas, y, fuera del taller, lo siento como algo apremiante, unas ganas tremendas de llegar a casa para ponerme a escribir.
En cuanto a la corrección, en el taller, las devoluciones de mis compañeras y la profe son fundamentales para mejorar los textos. Es muy enriquecedor escuchar lo que los demás leen en un mismo texto.
LzT: Al conversar sobre tu historia, encontré varios puntos en común con la mía, especialmente en eso de animarse a hacer grandes cambios de vida después de los 50. ¿Qué le dirías a alguien que te lee y está dudando sobre darse nuevas oportunidades, sin importar la edad?»
BF: ¡Qué se anime! No desentenderse del deseo, a veces no es muy claro, pero hay algo ahí que pulsa, que se siente en el cuerpo, que nos hace sentir vivos. Cuando contrariamos ese sentir creo que es como marchitarse, sin importar cuánto hemos vivido.

LzT: Sos de Entre Ríos, estudiaste psicología en Buenos Aires, viviste muchos años en Bahía Blanca y desde hace unos meses te instalaste en San Isidro ¿Sentís que el haber vivido en diferentes lugares te dio y da material a la hora de escribir?
BF: Sí, sin dudas. El tema de la distancia, la nostalgia y el extrañar personas y lugares lo tengo siempre presente. Como gran parte de los argentinos, soy descendiente de inmigrantes, creo que el tema de lejanía del lugar de origen, y la añoranza, con todo lo que tiene de ilusorio, atraviesa generaciones. Por otro lado, el movimiento posibilita crecer.
Además esas distancias motivaron la escritura de cartas, tan común en otras épocas. A los quince, una amiga se fue a vivir a Italia y nos estuvimos carteando durante tres o cuatro años, lo mismo con mi madre, con mis hermanos, y algunos amigos desde que me fui a estudiar a los diecisiete hasta que aparecieron la mensajería instantánea y las redes sociales. Es tan interesante leer cartas, por ejemplo a mis hijos, que no vivieron esa experiencia, les sorprende el nivel de detalle y cotidianeidad, de una cierta intimidad que se volcaba en la correspondencia, muchas veces se llegaba a expresar más de lo que se decía cara a cara.

LzT: ¿Qué cosas te inspiran?
BF: Es súper random, me inspiran situaciones cotidianas que por algún motivo me conmueven o una emoción fuerte que necesito plasmar en un texto. Puede ser también algo que vengo pensando y quiero darle una vuelta, porque escribir me ayuda a pensar, y a veces, me surgen ideas o preguntas en el mientras tanto.
LzT: Comentaste antes que de chica te gustaba además de escribir dibujar ¿Tenés algún otro talento artístico o hobby?
BF: Si, de niña, como me gustaba dibujar participé en algunos concursos de manchas que se organizaban en mi ciudad, Concepción del Uruguay. Hice un curso de fotografía, cuando era joven con cámara reflex con rollo, después fui unos años a pintura, pinté unos cuantos cuadros, algunos se perdieron con la inundación de marzo en Bahía Blanca.

LzT: ¿Tenes alguna librería favorita?
BF: De Bahía Blanca: Librería Don Quijote https://www.instagram.com/libreriadonquijotebahiablanca/; de Concepción del Uruguay: Malapalabra https://www.instagram.com/malapalabralibros/ y acá estoy conociendo. Como vivo en San Isidro ya hice alguna compra en Notanpuan https://www.instagram.com/notanpuan/
LzT. Tengo el whatsapp del genio de la lámpara y podés pedirle un deseo ¿Cuál sería?
BF: Ya que es el genio, voy a pedir a lo grande: paz, ternura, que el mundo sea un lugar más agradable.
LzT: ¿Nos compartirías un texto?
La propuesta de Wilmer
La mañana estaba calurosa y húmeda en Puerto Iguazú. La piscina del hotel, poco concurrida. “Ser feliz era esto” pensé, tirada en la reposera, a la sombra de los árboles, mirando los bananos con sus racimos verdes y una enorme flor púrpura colgando debajo. Isa y yo no teníamos ganas de salir, pero no había opción, debíamos cargar combustible en algún pueblo cercano. Nos quedaba un cuarto tanque de nafta en el auto y había desabastecimiento.
El conserje nos comentó que en Wanda, a 40 kilómetros, había un lindo parque con una cascada como para ir de picnic. Así que preparamos el mate, pusimos unos sanguchitos de miga envueltos en una servilleta húmeda dentro de un tupper y salimos a la ruta. El pueblo, famoso por sus minas de cuarzo, era pequeño y pintoresco. Nos daba pereza visitar las minas, mejor buscar el parque de la cascada donde parar a almorzar antes de regresar a Iguazú.
Desorientadas, tomamos por segunda vez el mismo boulevard empedrado con enormes lapachos rosados al medio. Había poca gente en la calle, el día estaba tórrido, la humedad incrementaba la sensación de agobio.
Un chico de veintipico años caminaba en el mismo sentido que nosotras sobre la calle adoquinada. Llevaba bermudas, una remera negra con la publicidad de una marca de pintura, un morral y una carpeta con elásticos debajo del brazo. Nos acercamos a preguntar. Tenía cara de nene, sus incisivos asomaban por fuera de la boca y le rozaban el labio inferior, hablaba con una entonación dulce, pueblerina. Wilmer -así se llamaba- nos dijo que podría guiarnos con mucho gusto; que hacía unos minutos había perdido el colectivo que pensaba tomar para Eldorado, y que por eso tenía la mañana libre. Con cara de corderito degollado nos preguntó si podíamos acercarlo al centro a cambio de indicarnos el camino al parque. Todavía no sé si fue el efecto de la humedad subtropical o del narguile que habíamos fumado la noche anterior, lo cierto es que me apiadé de ese chico y le dije:
— Dale, subite – y presionando un botón destrabé la puerta trasera del auto.
Un vaho caliente invadió el fresco interior, conseguido gracias a mantener el aire acondicionado a tope.
— No sé si ponerme contento o tener miedo, aclaró, mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
—Claro –respondió Isa con su humor irónico-, deberías tener miedo porque andamos secuestrando pibes jóvenes.
Wilmer no se rió. Nos preguntó si estábamos casadas, rápidamente le respondí que sí, aunque ambas estamos divorciadas. ¿Y dónde están sus maridos?, continuó. “Es un viaje de chicas”, respondimos.
Nos contó que había nacido en Brasil, pero que desde que era chiquito su familia se había radicado del lado argentino. Que hacía unos pocos meses había logrado abrir su negocio y estaba tramitando algo de la Afip en Eldorado.
—¿Qué tipo de negocio? –pregunté.
—Tengo una carnicería –dijo.
Wilmer no se detenía en temas en general, de esos que sirven para romper el hielo: clima, trabajo, familia. Parecía preocupado por la vida amorosa. Nos contó que quería tener novia pero que no sabía cómo conocer una buena chica. Que los que ligan bien son los guías de turismo, pero no los carniceros.
—¿No vas a bailar? –preguntó Isa–, ¿a tomar algo? ¿No tenés redes sociales?
—Es que las chicas de mi edad que conozco, después vienen a pedir fiado a la carnicería –dijo.
No miré a Isa, porque estaba tentada por el comentario.
Siguiendo sus indicaciones, cruzamos la ruta 12 y nos adentramos en un camping por un camino poceado. Se veían algunas carpas y casas rodantes bajo una arboleda cerrada, tras un alambrado. Había basura desparramada y bolsas rotas, una mujer caminaba con un bebé llorando calzado sobre la cadera, un hombre panzón agitaba un pedazo de cartón sobre un parrillero, como para avivar las brasas. Wilmer nos dijo que no era lo que él pensaba, que le parecía que era más lindo, así que dimos la vuelta para regresar.
—Me gustaría conocer a una mujer mayor. –“Como ustedes”, agregó enseguida.
Otra vez cruzamos la ruta, y luego de una rotonda, nos indicó doblar a la derecha. Un par de policías en bermudas estaban parados al lado de una garita, conversando debajo de una sombrilla ordinaria, casi transparente.
Tomamos una calle de tierra, que era prácticamente un sendero, y a unos doscientos metros, Wilmer nos señaló el parque a la derecha.
El lugar se veía agradable, con árboles frondosos, un arroyito a lo largo, y detrás, la cascada. Pero la entrada tenía un portón de hierro cerrado con candado.
—No me acordé que era lunes, y los lunes cierra –dijo.
De reojo vi cómo Isa envolvía la cámara de fotos en el repasador y la metía bajo el asiento.
El camino de tierra se ponía cada vez más estrecho y pantanoso, y mi mente también.
—¿Dónde nos estamos metiendo Wilmer? –Le pregunté bruscamente–, ¿dónde te bajamos?
No podía dejar de pensar que era carnicero. ¿Qué llevaría dentro del morral? ¿Papeles, como había dicho o una cuchilla filosa para degollarnos después de sacarnos la billetera, los celulares y la llave del auto?
Asesinadas en Wanda, a plena luz del día. El mate preparado y los sanguchitos frescos en un tupper. Pobres infelices.
–Acá nomás, esta misma calle derecho cinco o seis cuadras.
Tres motoqueros con ropa oscura, se acercaron en sus Harleys, uno de ellos miró a Wilmer y se saludaron haciendo cuernitos con los dedos.
“Un cliente”, dijo.
“Ya son cuatro”, pensé. Por el espejo retrovisor vi cómo las motos se quedaron cerca, dando vueltas, ¿por qué no seguían su camino? ¿Se habrían puesto de acuerdo? ¿Wilmer les habría mandado un mensaje?
En una fracción de segundo sentí pena y rabia al mismo tiempo. Mi querida Isa, mi amiga del alma, víctima por mi imprudencia. ¿Cómo había sido tan tonta? ¿Y qué diría mi ex? El primer viaje después de separarnos, para terminar así; ¿y mis hijos, pobrecitos, qué pensarían? ¿Alguna vez entenderían lo que pasó? ¿Así sucederán estos crímenes? ¿Un segundo de estupidez que cuesta la vida? Jamás me había imaginado este final. Mochileras en la Patagonia y turistas francesas en Salta desfilaban en loop por mi mente. Sería más digno terminar como Thelma y Louise.
Quedaban unos quinientos metros para llegar al boulevard y el chico de los dientes de conejo se puso insistente:
—¿Qué les gusta a las mujeres de su edad? –preguntó acercando su cabeza a la nuestra, entre los dos asientos delanteros. Pude sentir el aire que exhalaba con su respiración. Las manos me sudaban sobre el volante. “¿Me escucharán los policías de la garita si grito con todas mis fuerzas?”. “Ya no”, me dije.
Sin esperar respuesta, Wilmer arremetió: “¿les gusta el sexo oral?”.
— Bajalo Lore, me dijo Isa.
Nos estábamos acercando al boulevard donde lo habíamos subido. Frené de golpe a mitad de cuadra.
—Bajate acá, Wilmer, bajate ya.
—Es ahí, en la otra cuadra, respondió.
Wilmer parecía no tener intención de salir del auto, ni siquiera amagaba a desabrocharse el cinturón.
“¿Qué hago si se resiste?”, “¿si nos amenaza?, ¿o si sólo nos dice que no, que no se baja?”. Había un local grande en la esquina, un edificio vidriado de dos pisos con una vereda ancha. Pero se veía vacío, posiblemente ni siquiera inaugurado. Ni un alma bajo el sol, los pueblos del interior mueren por un rato cada día a la hora de la siesta. Se me aflojaban las piernas y el corazón aceleraba su ritmo.
Entonces, me enderecé en el asiento para ganar altura, me di vuelta, y con una mano fingí buscar algo debajo del asiento, mientras una voz grave y seca, salida de ultratumba, se apoderaba de mí para decirle: “Bajate ya, Wilmer”.
Se sacó lentamente el cinturón de seguridad y, mientras abría la puerta se lanzaba a la carga otra vez
—Imagínense chicas: mi lengua entre sus piernas.
“Bajate”, le repetí casi gritando. Y por suerte lo hizo. Respiré aliviada, no quería mirar a mi amiga, trabé las puertas.
Una vez en la vereda, Wilmer se acercó a la ventanilla de Isa. Pegó su cara al vidrio, y con la vista fija en nuestras piernas dijo:
—Son hermosas, chicas, yo les haría sexo oral a las dos. ¡Y gratis!
Puse primera con el embrague a fondo y salí lo más rápido posible, las ruedas traseras patinaron y doblé en la esquina.
—Vamos Lore, me dijo mi amiga, vamos porque me tiento. Y nos echamos a reír a carcajadas.
Bea Florclaz
Contacto Bea Forclaz
Instagram: https://www.instagram.com/bea4claz/






Deja un comentario