El paso del tiempo

Margarita Girardi

Manos huesudas con los dorsos como telas de araña. Dedos largos. Una alianza holgada que baila y se detiene en el nudillo hinchado. Manos que clavan la pala en la tierra haciendo un hueco redondo, prolijo como una maceta enterrada. Él se yergue y aprecia su trabajo. Parece tener el tamaño correcto, aunque le falta profundidad para su palta. Ha elegido el lugar. Necesita que la planta esté reparada para que la helada no la queme. Hay un limonero y un mandarino. Ha cavado a un metro de la ligustrina que servirá como barrera contra el viento. Aún así, piensa taparla para protegerla.

La mano rosada del niño se posa sobre la mano del viejo y cava. Su papá le dijo cómo hacerlo, pero no es tan fácil. La punta de la lengua asoma a un costado de la boca. Transpira. Clava y empuja con su alpargata. Se le ladea la gorra. Necesita un buen pozo para enterrar la caja de tesoros que prepararon en el colegio. La maestra les dijo que la guardaran en un lugar donde nadie pudiera encontrarla entonces y donde alguien pudiera encontrarla alguna vez. 

Había visto a su papá plantando los frutales y a su mamá feliz con la idea de que pronto le darían frutos. Él hacía su tarea y miraba de reojo el sitio para más tarde. La escuela no era tan aburrida como pensaba al principio, pero lo que más le gustaba era el recreo porque podía salir al patio y jugar a la pelota, espantando al frío que le traspasaba el pullover tejido por su madre con puntos apretados.

─José, te toca ser arquero hoy.

─Ayer fui arquero. Le toca al Abel.

─Te toca a vos.

─Yo de arquero otra vez no juego.

─¿Querés ser delantero? Si no le metés un gol ni a tu abuela.

Tuvo ganas de pegarle, pero Raúl era grandote y popular. Él era flaco y recién se estaba animando a entrar en la canchita. Se quedó callado. Ya se encargaría la vida de darle a Raúl la trompada que se merecía. Se dio la vuelta y empezó a caminar despacio, dejando la cancha, pero Abel le pegó un grito. 

─Vení, José. Me toca a mí. No le hagas caso. Y vos gordo, dejate de dar órdenes.

Estaba seguro de que Raúl iba a reaccionar con eso de gordo, pero no. El chico, sorprendido,  se quedó manso en el sitio donde lo habían puesto y José se dio cuenta de que ganar su lugar no era una cuestión de tamaño.  Abel y él se hicieron amigos y, con el tiempo, Raúl también. Ya nadie lo llamaba así. Fue el Gordo desde entonces, aunque no era gordo sino enorme. Tal vez por eso no le importaba el mote.

Los tres mosqueteros terminaron la escuela e hicieron planes para seguir juntos por la vida, pero los planes se hicieron añicos. El Gordo se fue a estudiar a la ciudad. Quería ser médico y cabeza le sobraba. Abel se conchabó de mecánico en el taller de su tío. Pronto aprendió el oficio y sorprendió con su maña. Tanto que terminó en un equipo de turismo de carretera, viajando por todo el país y volviendo al pueblo muy de tanto en tanto.

Él se quedó en la chacra arreglando alambrados y alimentando a los cerdos hasta el día en que se subió al tractor y ya no hubo forma de bajarlo de allí donde era feliz espantando las gaviotas por las mañanas, desmalezando y ayudando en la siembra. 

Siempre había sido para adentro, pero desde la escuela que tenía a Laura metida en su cabeza. Se le quería arrimar, pero no juntaba coraje. Fue Laura la que dio el primer paso invitándolo a una nada como era tomar un helado. Ellos venían mirándose y mirándose y habían aprendido a quererse desde lejos hasta que Laura decidió mover un poco las fichas del tablero. José, jaqueado, salvó su pellejo y al helado le siguieron muchas salidas y caricias que se habían guardado. Cuando la madre de José murió, Laura no tuvo reparos en mudarse a la granja y allí sostuvo al padre de José en su tristeza hasta que la muerte también se lo llevó dejándolos solos. La vida no les dio hijos, pero les sobraron alegrías mientras se tuvieron el uno al otro. Ahora él está solo y planta la palta que Laura cuidó hasta que estuviera lista para la intemperie. 

La pala choca contra algo duro. Abren la caja de lata y encuentran los tesoros que llevan años olvidados. La mano rosada y la mano curtida se funden en el hallazgo.

Margarita Girardi

Notas

Collage El tesoro _ Laura Tullio

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