Pamplona, España

MJ: Muchas gracias por esta conversación, Lau. Para mí la literatura también es esto: la charla, el intercambio.

MJ: Cuando era chica y leía un libro esperaba que la película reflejara todo lo que yo me había imaginado a lo largo de la lectura. Me puse furiosa con Cóppola a los diez años porque su versión de “Drácula” no se parecía a la mía y ahora me encanta la película. Creo que una adaptación cinematográfica es una traducción a otro lenguaje; en toda traducción se pierden elementos, así como un mapa nunca representa fielmente el territorio. Hay recursos que funcionan en la literatura pero la pantalla no los resiste y al revés.

Hace algunos meses leí “Cumbres borrascosas”. La novela de Emily Brontë tiene la adaptación de William Wyler, de 1939; la versión mexicana de Buñuel, la adaptación japonesa de Yoshida, la de Kosminsky, con Juliette Binoche & Ralph Fiennes y creo que este año se estrena otra versión. Y aunque algunas recrean el páramo y la atmósfera hostil todas tienden a estereotipar a los personajes y esto va en contra del corazón de la novela en la cual todos están dañados, son mezquinos y al mismo tiempo vulnerables. El recorte de la historia, que todas las adaptaciones deben hacer ya que la novela recrea la vida de dos generaciones, deja afuera el componente incestuoso y endogámico que es una parte intrínseca de la obra. Me parece que ninguna versión logra recrear ese misterio que hace que aún hoy tenga vigencia una historia escrita hace 178 años.

MJ: Sin duda las de “El Padrino”, sobre todo la primera y la segunda. Cóppola logró algo increíble con la novela de Mario Puzo. Es una tragedia familiar en la que cada personaje lleva el pasado a cuestas y eso los define.

MJ: Es difícil saber. Leer siempre me inspira. Es como si se instalara un diálogo entre lo que leo y lo que yo tengo para decir y eso se volcara en una página. Los poemas, los cuentos siempre se disparan con una imagen y tengo que escribir a partir de ahí o para llegar hasta esa escena. Es un procedimiento que me aclara, descubro lo que siento o pienso sobre algo cuando lo escribo. En la facultad, de la única manera que podía estudiar era haciendo resúmenes, es como si el pensamiento se revelara en la página.

MJ: Tengo una obsesión por las notas, llevo cientos de cuadernos, un drive, un WhatsApp que es una conversación conmigo en los que vuelco ideas o frases. Siempre tengo epifanías mientras me ducho o estoy corriendo. Reconozco que el proceso se divide en la etapa de escritura, que es más lúdica, en la que me permito volcar casi todo lo que rodea a aquello sobre lo que quiero escribir hasta que eso mismo se revela. A esto le sigue una etapa de hibernación en la que logro una distancia con el texto y por último la corrección que es mi preferida. Leo en voz alta, escucho la sonoridad de las palabras, las imágenes que evoca la escritura. A veces los textos no funcionan y aunque los corrija tienen que seguir reposando. Soy bastante exigente y aquello que en la etapa de escritura me dejó conforme suele no gustarme cuando lo leo para corregir. Usando referencias góticas: en la etapa de escritura soy la niña y en la etapa de corrección soy la institutriz.

En la etapa de escritura soy la niña y en la etapa de corrección soy la institutriz.

La corrección, en cambio, me gusta muchísimo. Cuando empecé a escribir pensaba que no eran necesarios los retoques. Haciendo talleres aprendí que hay que revisitar los textos, moldearlos

MJ: Me llevo bien con la brevedad. Escribo haikus, poemas, microrrelatos, prosa poética, ensayitos y cuentos. Condensar me parece más interesante que expandir.

MJ: Cuando era adolescente leía a Alfonsina Storni, a Mistral, a Bécquer y a Neruda. Entonces, cuando a los treinta y pico leí por primera vez a Fabián Casas quedé fascinada. Sin duda, leerlo influyó mi estética. Pensé, ¿también se puede escribir así?
Me gusta la poesía de Sharon Olds, Giannuzzi, Louise Glück, Anne Carson (a quien amo profundamente), Clara Muschietti, José Watanabe, entre muchísimos más. Me interesa mucho la traducción, a la hora de leer a un autor que no escribe en castellano soy muy selectiva: me gusta como traducen María Negroni y Laura Wittner, también las admiro como poetas. En cuento, mi favorito indiscutido es Borges (además del Borges ensayista), porque permite una lectura progresiva que va de la mano de la trama o una lectura digresiva, que ocurre siguiendo sus múltiples referencias. Cortázar fue mi primer amor, Bestiario me rompió la cabeza a los catorce años.
Contemporáneas argentinas me gustan Samanta Schweblin, Inés Garland (también traductora de Sharon Olds y Lorrie Moore), Mariana Enríquez y Selva Almada. Disfruto mucho a los norteamericanos: Carver, Ford, Foster Wallace, Amy Hempel, Shirley Jackson, Stephen King; y disfruto especialmente el híbrido entre novela-ensayo autobiográfico, mis favoritas son Annie Ernaux, Joan Didion, Vivian Gornick, Amelie Nothomb. Creo que, independientemente de las referencias, influyeron en mi vida porque aprendo de ellos. Siempre leo con lápiz en mano, los márgenes de mis libros están repletos de anotaciones. Observo las costuras, intento darme cuenta dónde estuvieron los andamios de la historia que fueron eliminados en la corrección.

MJ: Cuando terminé el secundario me pareció que Letras era demasiado teórica y que no te preparaba para la escritura, sino para la crítica o la docencia. Ahora no estoy tan segura de eso, muchos escritores que admiro, como Luciano Lamberti o Marina Mariasch, se licenciaron en Letras. Yo me formé en talleres. Mi gran maestro es Osvaldo Beker, a quien conocí en el Instituto Mallea. Con los años tuve la suerte de cruzarme siempre con escritores generosos que en sus cursos, seminarios y talleres me fueron dando herramientas, me enseñaron un oficio.
Mostrar lo que escribo siempre me da mucho pudor. La conversación que se instala alrededor de la literatura me parece muy enriquecedora. Se hacen amigos en los talleres, incluso en espacios fríos como un zoom se logra conectar, a través de las ventanitas entramos al espacio del otro. Nosotras nos conocimos en El Faro y los ocho mil kilómetros que nos separan se acortaron enseguida.

A los treinta y pico leí por primera vez a Fabián Casas quedé fascinada. Sin duda, leerlo influyó mi estética. Pensé, ¿también se puede escribir así?

A* Jesús Garzaron F* 2024_06_28 T* XVI Certamen internacional de microrrelatos de San Fermín. L* Condestable, Pamplona

Los espacios de taller son bastante distintos, me da la sensación de que en España la creatividad está sujeta con hebillas invisibles, en Argentina la consigna en los talleres existe para dinamitarla y trabajar con los escombros.

Una canción de Los Beatles –

Victoria trabaja ocho horas en un cubículo de dos por dos. Mastica chicle. Golpea sus dedos de uñas mordidas contra la fórmica amarillenta del escritorio. Sacude el pie nervioso al compás de un ritmo que le es propio, un pulso interno que late en el lóbulo de sus orejas, en sus muñecas, en su entrepierna. 

Victoria habla otro idioma con gente que vive en otro país y que no imagina que ella está sentada en una oficinita en Balvanera. Cuando pronuncia las palabras en alemán su lenguaje es una locomotora que atropella, con sonidos groseros, a su interlocutor. “Estamos ofreciendo una bonificación para aquellos clientes que contraten, el día de hoy, internet de alta velocidad”, dice una y otra vez. “Nein danke”, escucha una y otra vez. Pero a Victoria no le importa el rechazo, a ella le gusta imaginar que su voz viaja por las líneas de cobre hacia lugares que nunca conocerá.

Esa tarde, mientras se fuma un pucho en la terraza repleta de equipos de aire acondicionado, oye a sus compañeras decir que es un trabajo desgastante y que son hormigas obreras laburando todo el día por dos mangos. Victoria mantiene la mirada fija en Silvia mientras juega a despegar algún pellejo de labio con sus dientes. Ella le cuenta sobre la mujer histérica a la que tuvo que escuchar por dos horas con un reclamo sobre una aspiradora. “Aja”, le dice y acompaña sus palabras con un movimiento comprensivo pero en el fondo ya no le presta atención. Ahora piensa que a ella sí le gusta su trabajo, le encanta no saber con quién habla. Le gusta imaginar al otro. La casa del otro. El gato que duerme sobre el sofá del otro. Mientras habla intenta reconstruir esa ciudad en la que suena un teléfono que esconde su voz. Siempre le sucede que cuando puede verla con nitidez, cuando puede ver el perfil de los edificios grises recortados sobre el cielo chato, la imagen se le esfuma. 

El jefe le dijo a Silvia que está muy lejos de su línea de producción. Está preocupada. 

—Si me van a echar, que me rajen ya —dice Silvia. 

Victoria le dice que la incertidumbre agota. 

—Tal cual. El no saber me tiene mal, pero tampoco es que me voy a cortar las venas si pierdo este trabajo de mierda, por las dudas vengo tirando curriculms por todos lados —dice Silvia.

—Tranquila —dice V.—, perro que ladra no muerde.  

Y piensa: hunde, die bellen, beißen nicht, porque a veces le pasa que cuando habla en castellano piensa en alemán o al revés. Esa frase le resuena de cuando su abuelo amenazaba con volver a Rusia. “¿Por qué el abuelo se quiere ir a Rusia?”, le preguntaba Victoria a su abuela. Sus palabras eran confusas, como lo son casi siempre las respuestas a esa edad. La explicación era larga: sus antepasados se habían ido de Alemania siguiendo a Catalina la Grande, eran gente de campo (remarcaba su abuela). Pero cuando se murió la zarina los echaron por ser alemanes. Regresaron a su país pero nadie los aceptaba por considerarlos rusos. Sin trabajo y sin patria familias enteras viajaron en barco para la Argentina y fundaron pueblos que eran una maqueta de ese país que los había rechazado. Hablaban alemán, cocinaban recetas alemanas, bailaban canciones alemanas. 

—¿Vos pensás que me está apurando? —le pregunta Silvia. 

—Puede ser —responde Victoria y por un segundo siente una especie de cosquilla en su garganta. Le gustaría estar en una llamada y no en una conversación, entonces pondría a su interlocutor en espera y escucharía unos segundos a George Harrison hablándole del sol, llamándola little darling y las palabras aparecerían para ella. Ahora está en blanco. Intenta escanear su cerebro buscando algo que decir pero solo aparecen los guiones de venta y algunas frases, escuchadas y repetidas, que no logra interpretar del todo. 

—Creo —dice con esfuerzo—, que ya terminó el descanso. 

Silvia la observa unos instantes. 

—Qué criatura más extraña —dice por lo bajo y se va.  

Victoria apaga el cigarrillo contra la baranda y lo tira hacia la turbina del aire acondicionado que lo engulle. El sol pica sus hombros, en unos minutos hablará con una mujer que estará sentada en el techo del mundo. La anciana caminará despacio hacia la mesita oscura donde descansa el teléfono y la voz de Victoria, desde Balvanera, será la única que rasgará su soledad ese día. Victoria estará tranquila. En todo momento, sabrá exactamente qué tiene que decir.

2 respuestas a “Mónica Josid”

  1. Hermosa entrevista y el cuento me encantó 🤩!! Me gusta saber un poco más de Mónica. Somos de esa especie que pegó onda a través de la pantalla . Y lo agradecemos 😍

    Le gusta a 1 persona

    1. Muchas gracias, querida Pancha 🤗

      Me gusta

Replica a Laura Tullio Cancelar la respuesta

Tendencias